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domingo, 8 de diciembre de 2013

Ineffabilis Deus (definición del dogma de la Inmaculada Concepción por SS Pío IX)

"Por lo cual, después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las públicas de la Iglesia, para que se dignase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda corte celestial, e invocando con gemidos el Espíritu paráclito, e inspirándonoslo él mismo, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano. Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra los que Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia, y que además, si osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho."
 
 



miércoles, 6 de noviembre de 2013

Breve resumen de la Teología Católica 7

3.4 Credibilidad y vida de fe
La fe en Jesucristo, en Dios revelador, depende de motivos. Son motivos todos aquellos que de hecho encaminan a los hombres hacia la fe y actúan también como fundamentos de la fe que se tiene. Sin embargo, para llegar de hecho a la fe es necesario que los motivos que conducen a la entrega confiada a Dios dejen el lugar un único motivo, que es Dios mismo y su autoridad, en cuanto garante exclusivo de su propia manifestación a los hombres. Estamos ante la fe teologal en la que todo está fundado si es Dios quien habla; y al revés: si no es Dios quien habla, nada de esa fe está fundado. En consecuencia, la fe es auténtica cuando el motivo objetivo y subjetivo por el que se cree -distinto de los motivos por los que se camina hacia la fe- es la autoridad de Dios que revela.
Lo dicho no quita que, junto al motivo de la fe, sigan dándose existencialmente motivos. Estos motivos (por ejemplo, un ambiente social favorable a la práctica religiosa, el ejemplo de personas singulares, la percepción del sentido que la fe da a la vida, etc.) resuenan en el sujeto, mientras que el motivo formal es más difícil de percibir existencialmente. A su vez, las situaciones contrarias a esos motivos pueden actuar como obstáculos. Pero en todo caso -insistimos- sólo el motivo que es Dios mismo puede "soportar" el acto de fe como entrega incondicional. Esto es lo que tradicionalmente se ha llamado objeto formal de la fe.
Esta benevolencia de Dios no es objeto de comprobación, escapa siempre a los métodos racionales y científicos; por eso la certeza de la fe, que se apoya en la bondad y fidelidad de Dios, es un tipo único de certeza que sólo se alcanza como resultado de un salto: el salto de la fe.
El salto de la fe no es una pura decisión, no separa a la fe del conocimiento porque el hombre debe poder justificar ante su propia razón su decisión irrevocable de creer. Pero al final es necesario que el hombre se decida a apoyarse en Dios. De esta forma la certeza de la fe va acompañada de un sacrificio de la inteligencia, que debe renunciar a su propia luz para aceptar un fundamento distinto. Este salto es posible si:
1) la razón consiente sin ser forzada a ello, sino movida solamente por el amor más libre y personal posible;
2) que el "Otro"      al que se somete sea quien es: el Creador, totalmente trascendente y al mismo tiempo más íntimo a mí que yo mismo.
 
 3.5 Fe e Iglesia
La fe es un acto personal, pero no es un acto aislado. Por eso la presentación de la fe como acto personal necesita ser completada con la dimensión eclesial del creer. Creer es un acto eclesial: es la persona la que cree, y es al mismo tiempo la Iglesia la que cree. Para que el acto de fe sea personal y eclesial al mismo tiempo es preciso que se dé una cierta identificación del sujeto creyente con la Iglesia. Esta identificación se puede encontrar en dos momentos: 1) el creyente está en la Iglesia y de ella recibe el contenido y el modo de creer; 2) la Iglesia es la comunidad de los creyentes (communio fidelium).
1) El creyente en la Iglesia: El hombre no encuentra por sí mismo la revelación de Dios, sino que la recibe en el seno de la comunidad creyente que es la Iglesia, y en la Iglesia es donde confiesa su fe en esa revelación. Si la revelación se recibe en la Iglesia, la eclesialidad es una nota intrínseca a la fe del creyente individual. Así como Cristo es el mediador de la revelación divina, siendo Él mismo esa revelación, así también el acceso a la fe tiene lugar a través de la Iglesia que es la Esposa de Cristo, con quien comparte todo su ser-Iglesia.
 La consecuencia de la necesaria mediación de la Iglesia es que la misma Iglesia interviene directamente en la forma cognoscitiva del sujeto como condición sine qua non del conocimiento personal: el auditus fidei tiene lugar in Ecclesia et per Ecclesiam.
2) La Iglesia : La Iglesia no es una pura realidad mística sino realización histórica y expresión de la communio de los creyentes. La eclesialidad del acto de fe significa que el sujeto debe hacer suya la fe de la Iglesia, y que esta fe se expresa y existe en el acto de fe de quien mantiene vivo su vínculo con la communio. Al vivir su fe, el creyente no sólo construye su propia existencia, sino que al mismo tiempo edifica la Iglesia, de manera que el  del individuo es el creo de la Iglesia, no el credo de creyentes aislados.
 

martes, 5 de noviembre de 2013

Breve resumen de la Teología Católica 6

TEMA 3: LA FE
 
3.1 Naturaleza de la fe teologal y propiedades.
3.2 Inteligencia y voluntad en el acto de fe.
3.3 Génesis de la fe: conocimiento de la credibilidad de la Revelación;  juicio de credendidad.
3.4 Credibilidad y vida de fe.
3.5 Fe e Iglesia.
 
A) DESARROLLO
3.1 Naturaleza de la fe teologal y propiedades
La fe es la virtud sobrenatural mediante la cual, impulsados y ayudados por la gracia de Dios, creemos que son verdaderas las cosas divinamente reveladas por Él, no por la verdad intrínseca de las cosas conocidas  con la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que se revela, que no puede ni engañarse ni engañarnos.
Se trata del asentimiento y adhesión a Dios que se revela en Cristo. El hombre responde, no a un conocimiento indirecto de Dios que ha dejado su rastro en el cosmos y en la conciencia, sino a Dios que se comunica al hombre como un yo a un tú, entregándose y pidiendo una respuesta, aunque el yo y el tú no se encuentren en el mismo plano.
La fe, como acto y como vida, se caracteriza por algunas propiedades fundamentales. La fe es:
- Sobrenatural: Significa que la fe es siempre y necesariamente gracia y don de Dios, no el resultado de una conquista humana. Hay una imposibilidad absoluta de adquirir la fe por medios de las fuerzas naturales del hombre. La fe nunca es el resultado necesario de un proceso racional. El hombre puede recorrer el camino de la credibilidad y llegar a certezas morales; pero la fe, en cuanto tal, le es dada: no viene de nosotros, es don de Dios.
- Libre: Significa que sólo se cree, si libremente se quiere creer. El hombre tras el pecado mantiene su libertad humana, aunque debilitada, pero no desaparece como afirmaba Lutero. Tiene la suficiente libertad para cooperar con la gracia que inclina al hombre a creer en Cristo, y puede también resistir a la gracia porque no es meramente pasivo.
El carácter libre de la fe no conduce al indiferentismo. Aunque el hombre sólo cree si quiere, no es lo mismo creer que no creer. El creer o el rechazo de la fe son susceptibles de una valoración moral una vez que se cuenta con los elementos necesarios para acceder a Dios (conocimiento de la predicación, gracia de Dios, etc.). Por tanto la libertad de la fe no equivale a la libertad moral del creer, como si hacerlo o no fuera indiferente y ajeno a cualquier juicio moral.
- Oscura: La fe es oscura porque el que cree no ha visto. Está estrechamente relacionada con la libertad que acompaña al asentimiento, y caracteriza a la forma propia de certeza que corresponde a la fe. Esta oscuridad puede ser entendida de dos formas:
1) la fe es oscura porque la verdad de su objeto no puede ser alcanzada ni por evidencia ni por demostración;
2) la fe es oscura, además, porque una vez alcanzado el objeto de fe, éste excede completamente la capacidad de la mente humana.
La oscuridad de la fe sólo puede ser provisional: es la oscuridad del ahora  que desaparecerá ante la claridad del después: Ahora vemos en un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara.
- Cierta: La certeza, caracterizada por la indudabilidad, acompaña también necesariamente a la fe. Solamente se accede a la certeza que corresponde a la fe cuando tiene lugar el acto de creer. Se trata de la certeza propia de la fe, -forma específica de certeza-. Su fundamento es la autoridad infalible de Dios a quien no le es posible errar o engañar. Por este fundamento la certeza de la fe -así lo  comenta Sto.Tomás- es superior a la certeza del propio conocimiento.
La verdad inmutable de Dios y la luz de la revelación son objetivamente un fundamento más sólido que el que pueda tener cualquier certeza humana. Pero desde una consideración subjetiva la certeza que resulta de la evidencia percibida por el sujeto es superior a la certeza de la fe. Por carecer de esta evidencia, al asentimiento de la fe no lo caracteriza el reposo, sino la tendencia a ver, a comprender: fides quaerens intellectum. Esta tendencia viene después -no antes- de poseer la fe.
Pero en todo caso la certeza de la fe es superior en firmeza (seguridad en la posesión de lo verdadero y plenitud en la adhesión), de tal forma que al que cree no le cabe la menor duda: "Diez mil dificultades no hacen una sola duda", dice Newman. La certeza de la fe, además, se ve confirmada con la práctica cristiana.
- Teologal:  La fe cristiana establece una relación inmediata entre Dios que se revela y el hombre destinatario de la revelación que cree. Se trata de un acto religioso del hombre entero: es una fe absoluta , porque asiente a la verdad de Dios por ser Él quien es. De ahí nacen la adhesión, el compromiso  y la incondicionalidad  de la fe.
- Eclesial:  ver 3.5
 
3.2 Inteligencia y voluntad en el acto de fe
Creer a Dios que se revela se traduce en un juicio que afirma la verdad de lo revelado. Hacer juicios es propio de la inteligencia, y por eso en el acto de fe la inteligencia interviene necesariamente y de forma insustituible. Concretamente, se pude afirmar que interviene en 3 momentos:
1) para entender la palabra que se le dirige;
2) para juzgar la verosimilitud, la plausibilidad y credibilidad de lo que se le propone;
3) en el acto de fe, confesando la verdad de lo revelado, pronunciando el ¡Amén! del asentimiento.
Pero la fe no es sólo asunto de la inteligencia. En el acto de fe interviene también, y esencialmente, la voluntad. No hay nada que me obligue a creer, y por tanto creo si quiero. La voluntad consiente a lo que la inteligencia conoce, y si no quiere creer, no cree. Sin embargo, no basta con querer para creer porque la fe es gracia, pero sólo el que quiere creer acaba creyendo.
La cooperación de inteligencia y voluntad para el acto de fe no tiene lugar a través de momentos sucesivos, sino mutuamente implicados y situados en la unidad del acto del entero ser personal.
 
3.3 Génesis de la fe: conocimiento de la credibilidad de la revelación; el juicio de credendidad.
En la génesis del acto de fe intervienen diversos factores por parte del hombre y de Dios: el entendimiento y la voluntad y toda la persona humana, la Revelación y la gracia y el amor de Dios. En definitiva: razón, libertad y gracia.
El estudio teológico y la experiencia cristiana a lo largo de los siglos, a la luz de la Revelación y con la guía del Magisterio eclesiástico, han ido llegando a una estructuración sistemática de los elementos que intervienen en el acto de fe en cuatro momentos principales:
1) juicio de credibilidad, (es razonable creer, puedo creer);
2) juicio de credendidad (debe creerse, debo creer);
3) decisión o mandato de la voluntad (quiero creer);
4) asentimiento del intelecto (creo).
Este análisis no significa que cronológicamente los cuatro momentos se den así, ni que sean advertidos y distinguidos de una manera refleja; no hay que olvidar que tratamos de analizar lo que en la realidad forma un proceso vital.
- Por el primer momento (juicio de credibilidad) se concluye que la revelación es digna de ser creída por una persona racional (es creíble);  es la conclusión de un análisis realizado sobre los motivos de credibilidad (ver 2.4), a través de los cuales se llega a la evidencia del hecho de la revelación. En el juicio de credibilidad intervienen la inteligencia y la voluntad, cada una con sus actos propios. Para este juicio no es necesario el auxilio de la gracia pero la mayoría de las veces moralmente requiere gracias actuales, auxiliares o sanantes.
- Tras el juicio de credibilidad viene el juicio de credendidad, que concluye en un juicio práctico: se debe creer, ya que la revelación de Dios es no sólo creíble, sino el único camino para lograr mi salvación. La credendidad tiene como trasfondo el conocimiento natural de Dios junto con la tendencia del hombre al fin último (al bien) unido a la vida moral humana. Dios constituye el fin      último del hombre y es, por tanto, lo que el hombre debe alcanzar para salvarse. El juicio de credendidad se presenta como la condición intelectual que hace posible la electio fidei. Hasta qué punto es necesario aquí el auxilio de gracias sobrenaturales divinas es cuestión discutida por los teólogos. En cuanto la credendidad supone ya el inicio de la fe son necesarias gracias actuales de Dios; algunos autores consideran que para el juicio remoto de credendidad (debe creerse) normalmente no se requiere, y que en cambio son necesarias para el juicio próximo, personal (debo creer), para fortalecer y rectificar la voluntad, para enderezarla y hacerla más libre y buena.
- Los dos últimos momentos (decisión de creer y asentimiento de la inteligencia) son ya plenamente realizados con la cooperación e influjo de la gracia sobrenatural, sin la cual el hombre no puede de ninguna manera incorporar su entendimiento y voluntad, su persona, a la verdad y amor divinos, a la vida divina, que la revelación le ofrece.
La renovación de la apologética a finales del siglo XIX y principios del XX contribuyó a la aparición de nuevas perspectivas desde las cuales abordar la génesis del acto de fe. Si la apologética tradicional se fijó sobre todo en el objeto de la fe, esta renovación atiende sobre todo al sujeto sin desentenderse del objeto: en el sujeto existe un dinamismo  que -si se actúa de forma coherente con él- impulsa al sujeto en la dirección de la fe: el -para el hombre- de la revelación se corresponde con una constitución del sujeto en la que queda plasmada una -necesidad- de la revelación, de forma que solamente si el sujeto accede a ella encuentra el sentido pleno de su ser.
 
 

miércoles, 23 de octubre de 2013

Solemnidad de Cristo Rey


Se acerca la gran fiesta que reclama la realeza de Nuestro Señor Jesucristo por encima de todo lo creado, visible e invisible. Por ello ponemos una parte de la encíclica Quas Primas de SS Pío XI en donde afirma que la solución a los problemas actuales es reconocer y a obedecer a Cristo como rey de nuestras vidas, familias, sociedades y el mundo. Para leer toda: Quas Primas
 
CARTA ENCÍCLICA
QUAS PRIMAS
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY
(fragmentos)
 
En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.
Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.
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Contra el moderno laicismo
23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.
24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.
...
La fiesta de Cristo Rey
25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.
Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.
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Condición litúrgica de la fiesta
30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.
...
Con los mejores frutos
32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.
a) Para la Iglesia
En efecto: tributando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige por derecho propio e imposible de renunciarplena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.
Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.
b) Para la sociedad civil
33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.
A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.
c) Para los fieles
34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios(35), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.
35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.
Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.
 
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

martes, 8 de octubre de 2013

Oraciones para asistir a la Santa Misa

Muchas personas creen erróneamente que si  no saben latín, no pueden participar de la Misa, (se sobreentiende el rito tradicional) o no les va a aprovechar como quisieran. ¡Qué lejos de la verdad! Aquí unas oraciones para seguir la Misa y aprovechar devotamente y lo mejor posible el Santo Sacrificio y apartar para sí la mayor cantidad de gracias y bendiciones posibles.
 
Principio de la Misa.
   En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.   Amén.
   En vuestro santo nombre, oh adorable Trinidad, para rendiros el culto, adoración y honra que Os son debidos, asisto a este santo y augusto Sacrificio.
   Permitidme, divino Salvador, que una mi intención a la del ministro de vuestro altar para que pueda ofrecer la preciosa Víctima de mi salud, y dadme los sentimientos de que hubiera debido estar poseído en el Calvario, si hubiera asistido al Sacrificio sangriento de vuestra Pasión y de vuestra Muerte.
Confíteor.
     Lleno de rubor delante de Vos me acuso, Dios mío, de todos los pecados que he cometido.   Yo los detesto en presencia de María, la más pura de todas las Vírgenes, y la más Santa de todos los Santos, y la más glorificada entre todos los bienaventurados del Cielo: porque he pecado con pensamientos, palabras, acciones y omisiones, por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa.   Por lo cual ruego a la Santísima Virgen y a todos los Santos se dignen interceder por mí.
   Señor, escuchad favorablemente mi súplica y concededme la indulgencia y el perdón de todos mis pecados.
Kyrie, eléison.
   Divino Creador de nuestras almas, no desechéis la obra de vuestras manos.   Padre misericordioso, tened compasión de vuestros hijos.
   Autor de nuestra salud, sacrificado por nuestro amor, aplicadnos los méritos de vuestra muerte y de vuestra preciosa Sangre.
   ¡Amable Salvador, dulce Jesús, compadeceos de nuestras miserias, perdonad nuestras iniquidades!
 
Gloria in excélsis.
  Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.   Señor, os alabamos, os bendecimos, os adoramos, os glorificamos, y os damos gracias.
   Señor Dios, Rey de lo Cielos, Dios Padre omnipotente; Señor, Hijo unigénito Jesucristo; Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, que borráis los pecados del mundo, tened piedad de nosotros; Vos que quitáis los pecados del mundo, recibid benignamente nuestras súplicas: Vos que estáis sentado a la diestra de Dios Padre, tened misericordia de nosotros porque Vos solo sois Santo.   Solo vos sois Señor, solo Vos Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre.   Amén.
 
Oración.
 
   Concedednos, Señor, por la intercesión de la Santísima Virgen y de los Santos, que nosotros honramos, todas las gracias que vuestro ministro os pide para él y para nosotros.   Uniéndome a él, os dirijo la misma súplica por todos aquellos por quienes estoy obligado a pedir, para que a ellos y a mí nos concedáis todos los auxilios que Vos sabéis nos son necesarios, a fin de obtener la vida eterna, en el nombre de Jesucristo.   Amén.
Epístola.
  Mi Dios, Vos me habéis llamado al conocimiento de vuestra santa ley, prefiriéndome a tantos pueblos y naciones que viven en la ignorancia de vuestros sagrados misterios.   Yo acepto con todo mi corazón esta divina ley y escucho con respeto los sagrados oráculos que habéis pronunciado por boca de vuestros Profetas.   Yo los venero con toda la sumisión que es debida a la palabra de un Dios, y miro como inefable dicha el cumplimiento de todos ellos y me someto a los mismos con toda la alegría de mi corazón.
   ¡Que no posea yo, oh Dios mío, un corazón semejante al de vuestros Santos de la antigua Alianza! ¡Que no pueda yo suspirar hacia Vos con el ardor de los Patriarcas y conoceros y reverenciaros como los Profetas, amaros y unirme únicamente a Vos como los Apóstoles!
Evangelio.
   Ya no son, ¡oh mi Dios! Los Profetas ni los Apóstoles, quienes van a instruirme de mis obligaciones.   Es la palabra de vuestro Hijo único, que voy a oír.   Mas ¡ah! ¿de qué me servirá haber creído en vuestra palabra, Señor Jesús, si no obro conforme a mi fe? ¿De qué me servirá, cuando me presente delante de Vos, el haber profesado esta fe, sin el mérito de la caridad y de las buenas obras?
   Yo creo y vivo como si no creyera o cual si creyera en un evangelio contrario al vuestro.   No me juzguéis, oh Dios mío, sobre esta perpetua oposición que existe entre vuestras máximas y mi desdichada conducta.   Yo creo: inspiradme valor y energía para practicar lo mismo que creo.   Todo sea para vuestra gloria.
Credo.
Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, que creó el Cielo y la tierra y todas las cosas visibles e invisibles; y en un solo Señor nuestro, Jesucristo, Hijo único del Padre, antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, verdadero Dios de Dios verdadero; que no fue hecho sino engendrado; que es una misma sustancia con el Padre, y por quien todas las cosas han sido  hechas; que bajó de los Cielos para nuestra salvación; que habiendo tomado carne de la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, fue hecho hombre; que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato; que padeció, murió y fue puesto en el sepulcro; que resucitó al tercer día según las Escrituras; que subió al Cielo; que está sentado a la diestra del Padre; que vendrá de nuevo a juzgar a los vivos y a los muertos, y que su reino no tendrá fin.
   Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dios vivificante, que procede del Padre y del Hijo; que es adorado y glorificado junto con el Padre y el Hijo, y que habló por los Profetas.
   Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica.
   Confieso un bautismo para la remisión de los pecados; espero la resurrección de los muertos y la vida eterna.   Amén.
Ofertorio.
   Padre eterno e infinitamente Santo, Dios todopoderoso, por indigno que sea yo de comparecer delante de Vos, me atrevo a presentaros esta Hostia por las manos del Sacerdote, con la intención que tuvo Jesucristo mi Salvador, cuando instituyó este Sacrificio y que aun tiene en este momento en que se sacrifica en este altar por mi amor.
   Yo os ofrezco esta Hostia para reconocer vuestro soberano dominio sobre todas las criaturas; os la ofrezco en expiación de mis pecados y en acción de gracias por los beneficios de que me habéis colmado.
   Yo os ofrezco, por fin, Dios mío, este augusto Sacrificio, al objeto de obtener de vuestra infinita bondad, para mí, para mi familia, para mis parientes, para mis bienhechores, mis amigos y enemigos, aquella preciosa e inestimable gracia, que no puede sernos concedida, sino por los méritos de aquél que es Justo por excelencia, y que se hizo Víctima de propiciación por todos los hombres.
   Mas ofreciéndoos esta adorable Víctima, os encomiendo ¡oh Dios mío! A toda la Iglesia católica, a nuestro Santísimo Padre, a nuestro Obispo diocesano, a los que nos gobiernan, y a todos los pueblos de la tierra, que en vos creen, o que pertenecen al gremio de la Santa Iglesia católica.
   Señor, acordaos también de los fieles difuntos, y por consideración a los méritos de vuestro amadísimo Hijo, dadles lugar de refrigerio, de luz y de paz.
   No olvidéis, Dios mío, a vuestros enemigos y los míos: tened piedad de todos los infieles, de los herejes y de todos los pecadores: colmad de bendiciones, os lo pido sinceramente, Dios mío, a aquellos que me persiguen, y perdonadme mis pecados, como yo les perdono de todo corazón, todo el daño que me quisieran ocasionar.   Amén.
Prefacio.
  Este es el feliz momento en que el Rey de los Ángeles y Señor de los Querubines va a presentarse.   Redentor mío, llenad mi pecho de vuestro espíritu, para que mi corazón, desarraigado de la tierra, no piense en otra cosa más que Vos solo.
   ¡Cuánta es mi obligación de alabaros y bendeciros en todo tiempo y en todo lugar, Dios de los Cielos y de la tierra, Señor y Padre infinitamente grande, omnipotente y eterno!
   Nada más justo, ni más provechoso para nosotros, que unirnos a Jesucristo para adoraros continuamente.   Por El todos los espíritus bienaventurados rinden sus alabanzas y adoraciones a vuestra Majestad, y por El todas las virtudes del Cielo, sobrecogidas de respetuosa admiración se unen para glorificaros.   Permitid, oh Señor, que nosotros juntemos nuestras lenguas a las de aquellas sagradas inteligencias, y que, tomando parte en los conciertos celestiales, digamos:
 
Sanctus.
  Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos.   Todo el universo está lleno de su gloria.
   Bendíganle los bienaventurados en el cielo.   Bendito sea el que viene a la tierra, Dios y Señor, como el que le envía.
 
Canon de la Santa Misa.
  Os pedimos encarecidamente en el nombre de Jesucristo vuestro Hijo, ¡oh Padre infinitamente misericordioso! Que tengáis por agradable y bendigáis la ofrenda que Os presentamos, a fin de que Os dignéis conservar, defender y gobernar vuestra santa Iglesia católica con todos los miembros que la componen, el Papa, nuestro Obispo, nuestro Soberano (o nuestro Presidente) y gobernantes, y generalmente todos aquellos que profesan vuestra santa fe.
   Os encomendamos en particular, oh Señor, a aquellos por quienes la justicia, la caridad y el reconocimiento nos imponen el deber de rezar por los mismos; a todos los que estén presentes a este adorable Sacrificio, y singularmente, a N. N.; y finalmente, oh gran Dios, para que nuestros cultos Os sean más agradables, nos unimos a la gloriosísima Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo; a todos los bienaventurados Mártires, y a todos los Santos y Santas del Paraíso celestial y a los Ángeles que rodean el augusto trono de vuestra gloria.
   ¡Venid, Señor Jesús! ¡venid amable Reparador del mundo! A consumar un  misterio que es el compendio de los milagros.   Ya viene el Cordero de Dios, ved ahí a la adorable Víctima, por quien todos los pecados del mundo son borrados.
Elevación.
   Oh Verbo encarnado, divino Jesús, verdadero Dios y  verdadero Hombre: yo creo que estáis aquí presente, Yo Os adoro con humildad profunda, yo Os amo con todo mi corazón y como Vos Os presentáis aquí inmolado por mi amor, yo me consagro enteramente al vuestro.
   Yo adoro esta preciosa Sangre que habéis derramado por todos los hombres, y espero, oh Dios mío, que no la habréis vertido inútilmente por mí: hacedme la merced de que se me apliquen los méritos de esta divina Sangre, tan preciosa que una sola gota vale más que cielos y mundos infinitos.
   Yo os ofrezco la mía, oh Jesús, refugio nuestro, en reconocimiento de aquella infinita caridad que habéis mostrado al verter la vuestra por mi amor.
Continúa el Canon.
  ¿Cuál sería, pues, en adelante, mi maldad y mi ingratitud, si después de haber visto lo que estoy contemplando, volviera a ofenderos?   No, Dios mío, no olvidaré jamás lo que Vos me presentáis en esta augusta ceremonia: los sentimientos de vuestra pasión, la gloria de vuestra resurrección; vuestro Cuerpo todo despedazado por amor a los hombres y vuestra Sangre derramada por nosotros, realmente están presentes en este altar.
   En este precioso momento, oh eterna Majestad, os ofrecemos, por vuestra gracia, verdadera y propiamente la Víctima pura, Santa y sin mancilla que plugo a vuestra inefable bondad regalarnos, y de la cual todas las antiguas víctimas no eran sino figuras.   Sí, gran Dios, podemos con verdad decir que éste es un Sacrificio infinitamente superior al de Abel, de Abraham, de Melquísedec, refiriéndome a la augusta Víctima de vuestro Hijo, objeto de vuestras eternas y especiales complacencias.
   Concedednos, oh Dios mío, que todos los que con la boca o con el corazón participan de esta sagrada Víctima, salgan de este lugar, inflamados y colmados de divinas bendiciones, las cuales se extiendan a las almas de los fieles que murieron en el ósculo del Señor y comunión con la Iglesia, y particularmente de (aquí el nombre por quien se aplica).  Concédeles, Señor, por los méritos de este sacrificio, el término completo de sus penas.
   Dignaos concedernos algún día esta gracia también a nosotros, Padre infinitamente bueno, y hacednos entrar en la amorosa y eterna compañía de los Santos Apóstoles, de los Santos Mártires y de todos los demás bienaventurados, a fin de que con ellos podamos amaros y glorificaros eternamente.
Pater Noster.
   ¡Qué feliz soy soy, oh Dios mío, en teneros por Padre!
   ¡Cuánta es mi dicha al pensar que el Cielo, en que Vos estáis sentado, ha de ser un día mi morada;  que mi alma ha de remontarse sobre este universo, sobre esta bóveda estrellada!
   Glorificado sea vuestro santo nombre por toda la tierra.   Reinad por completo sobre todos los corazones y sobre todas las voluntades.   Conceded a vuestros hijos el alimento del espíritu y del cuerpo.   Nosotros perdonamos de corazón a nuestro enemigos: perdonadnos también, Dios mío; sostenednos en las tentaciones y en los males de esta miserable vida, preservadnos del pecado, el mayor de todos los males.   Amén.
Agnus Dei.
  Cordero de Dios, sacrificado por mí, tened piedad de mí; Víctima adorable de mi redención, salvadme; divino Mediador, obtenedme de vuestro eterno Padre la gracia; dadme vuestra paz amorosa y santa, aquella paz que el mundo no conoce.
Comunión.
   ¡Cuán dulce me sería, amable Salvador, ser contado en el número de aquellos dichosos cristianos, a quienes la pureza de conciencia y una tierna devoción permiten acercarse todos los días a la Mesa de los Ángeles.
   ¡Qué ventaja para mí si yo pudiera en este momento poseeros en mi corazón, rendiros fervorosos obsequios, exponeros mis necesidades y participar de las gracias que concedéis a aquellos que realmente os reciben!   Mas ya que soy tan indigno, suplid, oh Dios mío, la indisposición de mi alma; perdonadme todos mis pecados, yo los detesto porque os desagradan; recibid el sincero anhelo que tengo de unirme a Vos.   Purificadme con vuestra presencia y ponedme en estado de recibiros, hasta que llegue ese feliz día en que espero poseer a mi Dios sacramentado: Os pido encarecidamente, Señor, que me hagáis participante de los frutos que la comunión del Sacerdote debe producir en todo el pueblo fiel, que está aquí presente.   Aumentad mi fe por la virtud inefable de este divino Sacramento, fortificad mi esperanza, acrisolad en mí la caridad, llenad mi corazón de vuestro amor, a fin de que no respire más que a Vos, y no viva más que por Vos.
Ultimas Oraciones.
   Acabáis, oh Dios mío, de sacrificaros por mi salud; yo quiero sacrificarme por vuestra gloria.   Soy vuestra víctima, no me desechéis.   Acepto con todo mi corazón los trabajos que os pluguiere enviarme; los cuales recibo de vuestra mano amorosa, y por ellos os bendigo y glorifico.
   He asistido, Dios de amor, a vuestro divino Sacrificio.
   Vos me habéis colmado de favores, yo huiré con horror de las más insignificantes manchas del pecado, sobre todo de  aquel a que mi inclinación me arrastra con más insistencia.   Yo prometo ser fiel a vuestra ley; estando resuelto a perderlo todo, y a padecer todos los males, antes que quebrantarla.
Bendición.
  Bendecid, ¡Dios mío! Estas santas resoluciones; bendecidnos a todos por mano de vuestro ministro, concediéndonos que los efectos de vuestra bendición queden eternamente en nuestras almas.   En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.   Así sea.
Último Evangelio.
   Verbo divino, Hijo único del Padre, luz del mundo que bajasteis del Cielo para mostrarnos y enseñarnos la senda del Paraíso; no permitáis que yo me parezca a aquel pueblo infiel, que no quiso reconoceros por el divino Mesías: no consintáis que yo caiga en la terrible ceguedad de aquellos infelices que prefieren ser esclavos de Satanás, antes que tener parte de la gloriosa adopción de hijos de Dios, que Vos vinisteis a procurarles.
   Verbo hecho carne, yo os adoro con el más profundo respeto y pongo mi confianza en Vos solo, esperando firmemente que pues Vos sois mi vida, mi salud y mi Dios, y un Dios que se hizo hombre para salvarnos, me concederéis las gracias necesarias para santificarme, a fin de que logre poseeros en el Cielo.    Amén.
Oraciones.
  (Prescritas por S. S. León XIII, para que las recen de rodillas al acabar la Misa el celebrante y los fieles).
   El sacerdote dirá tres veces con el pueblo, el Ave María, y luego Dios te salve, Reina, etc.
   P. Ruega por nos, Santa Madre de Dios.
   R. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo.
Oremos.
   Oh Dios, nuestro refugio y fortaleza, mirad propicio al pueblo que clama a Vos; y por la intercesión de la gloriosa e inmaculada Virgen María, Madre de Dios, del bienaventurado San José, su esposo, de los bienaventurados Apóstoles San Pedro y San Pablo, y de todos los Santos, escuchad misericordioso y benigno estas súplicas que os hacemos por la conversión de los pecadores, por la libertad y exaltación de la Santa Madre Iglesia.   Por Jesucristo Nuestro Señor.   Amén.
   Oh Arcángel San Miguel, defiéndenos en el combate, sé nuestro amparo contra la malicia y las asechanzas del demonio.  Pedimos humildemente que el Señor le reprima con su poder; y tú, ¡oh Príncipe de la milicia celestial! arroja en el infierno con el poder de Dios a Satanás y a los otros espíritus malignos, que andan por el mundo para la perdición de las almas.   Amén.

   Se dice tres veces:
   Corazón sacratísimo de Jesús.   Tened piedad de nosotros

fuente: Instrucción Religiosa, Pbro. Galo Moret (1931)

domingo, 6 de octubre de 2013

Nuestra Señora del Rosario

 
Los musulmanes ya habían arrasado con la cristiandad en el norte de Africa, en el medio oriente y otras regiones. España y Portugal se había librado después 8 siglos de lucha. La amenaza se cernía una vez mas sobre toda Europa. Los turcos se preparaban para dominarla y acabar con el Cristianismo.
 La situación para los cristianos era desesperada. Italia se encontraba desolada por una hambruna, el arsenal de Venecia estaba devastado por un incendio. Aprovechando esa situación los turcos invadieron a Chipre con un formidable ejército. Los defensores de Chipre fueron sometidos a las mas crueles torturas.
El Papa San Pío V trató de unificar a los cristianos para defender el continente pero contó con muy poco apoyo.  Por fin se ratificó la alianza en mayo del 1571. La responsabilidad de defender el cristianismo cayó principalmente en Felipe II, rey de España, los venecianos y genoveses. Para evitar rencillas, se declaró al Papa como jefe de la liga, Marco Antonio Colonna como general de los galeones y Don Juan de Austria, generalísimo.  El ejército contaba con 20,000 buenos soldados, además de marineros. La flota tenía 101 galeones y otros barcos mas pequeños. El Papa envió su bendición apostólica y predijo la victoria. Ordenó además que sacaran a cualquier soldado cuyo comportamiento pudiese ofender al Señor. 
San Pío V, miembro de la Orden de Santo Domingo, y consciente del poder de la devoción al Rosario, pidió a toda la Cristiandad que lo rezara y que hiciera ayuno, suplicándole a la Santísima Virgen su auxilio ante aquel peligro.

Poco antes del amanecer del 7 de Octubre la Liga Cristiana encontró a la flota turca anclada en el puerto de Lepanto. Al ver los turcos a los cristianos, fortalecieron sus tropas y salieron en orden de batalla. Los turcos poseían la flota mas poderosa del mundo, contaban con 300 galeras, además tenían miles de cristianos esclavos de remeros. Los cristianos estaban en gran desventaja siendo su flota mucho mas pequeña, pero poseían un arma insuperable: el Santo Rosario. En la bandera de la nave capitana de la escuadra cristiana ondeaban la Santa Cruz y el Santo Rosario.
La línea de combate era de 2 kilómetros y medio. A la armada cristiana se le dificultaban los movimientos por las rocas y escollos que destacan de la costa y un viento fuerte que le era contrario. La mas numerosa escuadra turca, sin embargo tenía facilidad de movimiento en el ancho golfo y el viento la favorecía grandemente.

Mientras tanto, miles de cristianos en todo el mundo dirigían su plegaria a la Santísima Virgen con el rosario en mano, para que ayudara a los cristianos en aquella batalla decisiva.

Don Juan mantuvo el centro y tuvo por segundos a Colonna y al general Veneciano, Venieri. Andrés Doria dirigía el ala derecha y Austin Barbarigo la izquierda. Pedro Justiniani, quien comandaba los galeones de Malta, y Pablo Jourdain estaban en cada extremo de la línea. El Marques de Santa Cruz estaba en reserva con 60 barcos listo para relevar a cualquier parte en peligro. Juan de Córdova con 8 barcos avanzaba para espiar y proveer información y 6 barcos Venecianos formaban la avanzada de la flota.
La flota turca, con 330 barcos de todos tipos, tenía casi el mismo orden de batalla, pero según su costumbre, en forma de creciente. No utilizaban un escuadrón de reserva por lo que su línea era mucho mas ancha y así tenían gran ventaja al comenzar la batalla. Hali estaba en el centro, frente a Don Juan de Austria; Petauch era su segundo; Louchali y Siroc capitaneaban las dos alas contra Doria y Barbarigo.
Don Juan dio la señal de batalla enarbolando la bandera enviada por el Papa con la imagen de Cristo crucificado y de la Virgen y se santiguó. Los generales cristianos animaron a sus soldados y dieron la señal para rezar. Los soldados cayeron de rodillas ante el crucifijo y continuaron en esa postura de oración ferviente hasta que las flotas se aproximaron. Los turcos se lanzaron sobre los cristianos con gran rapidez, pues el viento les era muy favorable, especialmente siendo superiores en número y en el ancho de su línea.  Pero el viento que era muy fuerte, se calmó justo al comenzar la batalla. Pronto el viento comenzó en la otra dirección, ahora favorable a los cristianos. El humo y el fuego de la artillería se iba sobre el enemigo, casi cegándolos y al fin agotándolos. 
La batalla fue terrible y sangrienta. Después de tres horas de lucha, el ala izquierda cristiana, bajo Barbarigo, logró hundir el galeón de Siroch. Su pérdida desanimó a su escuadrón y, presionado por los venecianos, se retiró hacia la costa. Don Juan, viendo esta ventaja, redobló el fuego, matando así a Hali, el general turco, abordó su galeón, bajó su bandera y gritó: ¡victoria!. Los cristianos procedieron a devastar el centro.
Louchali, el turco, con gran ventaja numérica y un frente mas ancho, mantenía a Doria y el ala derecha a distancia hasta que el Marqués de Santa Cruz vino en su ayuda. El turco entonces escapó con 30 galeones, el resto habiendo sido hundidos o capturados.
La batalla duró desde alrededor de las 6 de la mañana hasta la noche, cuando la oscuridad y aguas picadas obligaron a los cristianos a buscar refugio.
El Papa Pío V, desde el Vaticano, no cesó de pedirle a Dios, con manos elevadas como Moisés. Durante la batalla se hizo procesión del rosario en la iglesia de Minerva en la que se pedía por la victoria. El Papa estaba conversando con algunos cardenales pero, de repente los dejó, se quedó algún tiempo con sus ojos fijos en el cielo, cerrando el marco de la ventana dijo: "No es hora de hablar mas sino de dar gracias a Dios por la victoria que ha concedido a las armas cristianas". Este hecho fue cuidadosamente atestado y auténticamente inscrito en aquel momento y después en el proceso de canonización de Pío V.
Las autoridades después compararon el preciso momento de las palabras del Papa Pio V con los registros de la batalla y encontraron que concordaban de forma precisa. Pero la mayor razón de reconocer el milagro de la victoria naval es por los testimonios de los prisioneros capturados en la batalla. Ellos testificaron con una convicción incuestionable de que habían visto a Jesucristo, San Pedro, San Pablo y a una gran multitud de ángeles, espadas en manos, luchando contra Selim y los turcos, cegándolos con humo.  
En la batalla de Lepanto murieron unos 30,000 turcos junto con su general, Hali.  5,000 fueron tomados prisioneros, entre ellos oficiales de alto rango. 15,000 esclavos fueron encontrados encadenados en las galeras y fueron liberados. Perdieron mas de 200 barcos y galeones. Los cristianos recuperaron además un gran botín de tesoros que los turcos habían pirateado. 
Los turcos con su orgulloso emperador fueron presa de la mayor consternación ante la derrota. Dios, que en su justicia había permitido que parte de las naciones cristianas cayeran bajo la opresión turca, impuso aquel día un límite y no permitió que el cristianismo desapareciera. El Dios que pone límites a las aguas y conoce cada grano de arena, escuchó la oración y manifestó su poder salvador. Fue la última batalla entre galeones de remos.  
Los cristianos lograron una milagrosa victoria que cambió el curso de la historia. Con este triunfo se reforzó intensamente la devoción al Santo Rosario. 
En gratitud perpetua a Dios por la victoria, el Papa Pio V instituyó la fiesta de la Virgen de las Victorias, después conocida como la fiesta del Rosario, para el primer domingo de Octubre. A la letanía de Nuestra Señora añadió "Auxilio de los cristianos". El Papa Pío V murió el primero de mayo de 1572, fue beatificado por Clemente X en 1672 y canonizado por Clemente XI en 1712.  Sus restos mortales están en la basílica de Santa María la Mayor en Roma.
En 1569, (dos años antes de la batalla) el mismo Papa, en su Carta Apostólica ”Acostumbraron los Romanos Pontífices" ilustró – y en cierto modo, definió – la forma tradicional del Rosario.
En 1573, el Papa Gregorio XIII le cambió el nombre a la fiesta, por el de Nuestra Señora del Rosario. El Papa Clemente XI extendió la fiesta del Santo Rosario a toda la Iglesia de Occidente, en 1716 (El mismo Papa canonizó al Papa Pío V en 1712). El Papa Benedicto XIII la introdujo en el Breviario Romano y San Pío X la fijó en el 7 de Octubre y afirmó:
"Dénme un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo".



fuente: corazones.org
 
 

 
 

lunes, 23 de septiembre de 2013

San Pío de Pietrelcina

En 1974 se publicó una obra en italiano, titulada «Cosí parlò Padre Pio»: «Así habló el Padre Pio» (San Giovanni Rotondo, Foggia, Italia), con el imprimatur de Mons. Fanton, obispo auxiliar de Vincencia.
En este presente trabajo sacamos algunos pasajes en los que el Padre Pío hablaba de la Santa Misa:

Padre, ¿ama el Señor el Sacrificio?
Sí, porque con él regenera el mundo.

¿Cuánta gloria le da la Misa a Dios?
Una gloria infinita.

¿Qué debemos hacer durante la Santa Misa?
Compadecernos y amar.

Padre, ¿cómo debemos asistir a la Santa Misa?
Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres. Como asistió San Juan al Sacrificio Eucarístico y al Sacrificio cruento de la Cruz.

Padre, ¿qué beneficios recibimos al asistir a la Santa Misa?
No se pueden contar. Los veréis en el Paraíso. Cuando asistas a la Santa Misa, renueva tu fe y medita en la Víctima que se inmola por ti a la Divina Justicia, para aplacarla y hacerla propicia. No te alejes del altar sin derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración.

Padre, ¿qué es su Misa?
Una unión sagrada con la Pasión de Jesús. Mi responsabilidad es única en el mundo -decía llorando.

¿Qué tengo que descubrir en su Santa Misa?
Todo el Calvario.

Padre, dígame todo lo que sufre Vd. durante la Santa Misa.
Sufro todo lo que Jesús sufrió en su Pasión, aunque sin proporción, sólo en cuanto lo puede hacer una creatura humana. Y esto, a pesar de cada uno de mis faltas y por su sola bondad.

Padre, durante el Sacrificio Divino, ¿carga Vd. nuestros pecados?
No puedo dejar de hacerlo, puesto que es una parte del Santo Sacrificio.

¿El Señor le considera a Vd. como un pecador?
No lo sé, pero me temo que así es.

Yo lo he visto temblar a Vd. cuando sube las gradas del Altar. ¿Por qué? ¿Por lo que tiene que sufrir?
No por lo que tengo que sufrir, sino por lo que tengo que ofrecer.

¿En qué momento de la Misa sufre Vd. más?
En la Consagración y en la Comunión.

Padre, esta mañana en la Misa, al leer la historia de Esaú, que vendió su primogenitura, sus ojos se llenaron de lágrimas.
¡Te parece poco, despreciar los dones de Dios!

¿Por qué, al leer el Evangelio, lloró cuando leyó esas palabras: «Quien come mi carne y bebe mi sangre»...?
Llora conmigo de ternura.

Padre, ¿por qué llora Vd. casi siempre cuando lee el Evangelio en la Misa?

Nos parece que no tiene importancia el que un Dios le hable a sus creaturas y que ellas lo contradigan y que continuamente lo ofendan con su ingratitud e incredulidad.

Su Misa, Padre, ¿es un sacrificio cruento?
¡Hereje!

Perdón, Padre, quise decir que en la Misa el Sacrificio de Jesús no es cruento, pero que la participación de Vd. a toda la Pasión si lo es. ¿Me equivoco?

Pues no, en eso no te equivocas. Creo que seguramente tienes razón.

¿Quién le limpia la sangre durante la Santa Misa?
Nadie.

Padre, ¿por qué llora en el Ofertorio?
¿Quieres saber el secreto? Pues bien: porque es el momento en que el alma se separa de las cosas profanas.

Durante su Misa, Padre, la gente hace un poco de ruido.
Si estuvieses en el Calvario, ¿no escucharías gritos, blasfemias, ruidos y amenazas? Había un alboroto enorme.

¿No le distraen los ruidos?
Para nada.

Padre, ¿por qué sufre tanto en la Consagración?
No seas malo... (no quiero que me preguntes eso...).

Padre, ¡dígamelo! ¿Por qué sufre tanto en la Consagración?
Porque en ese momento se produce realmente una nueva y admirable destrucción y creación.

Padre, ¿por qué llora en el Altar y qué significan las palabras que dice Vd. en la Elevación? Se lo pregunto por curiosidad, pero también porque quiero repetirlas con Vd.
Los secretos de Rey supremo no pueden revelarse sin profanarlos. Me preguntas por qué lloro, pero yo no quisiera derramar esas pobres lagrimitas sino torrentes de ellas. ¿No meditas en este grandioso misterio?

Padre, ¿sufre Vd. durante la Misa la amargura de la hiel?
Sí, muy a menudo...

Padre, ¿cómo puede estarse de pie en el Altar?
Como estaba Jesús en la Cruz.

En el Altar, ¿está Vd. clavado en la Cruz como Jesús en el Calvario?
¿Y aún me lo preguntas?

¿Cómo se halla Vd.?
Como Jesús en el Calvario.

Padre, los verdugos acostaron la Cruz de Jesús para hundirle los clavos?
Evidentemente.

¿A Vd. también se los clavan?
¡Y de qué manera!

¿También acuestan la Cruz para Vd.?
Sí, pero no hay que tener miedo.

Padre, durante la Misa, ¿dice Vd. las siete palabras que Jesús dijo en la Cruz?
Sí, indignamente, pero también yo las digo.

Y ¿a quién le dice: «Mujer, he aquí a tu hijo»?
Se lo digo a Ella: He aquí a los hijos de Tu Hijo.

¿Sufre Vd. la sed y el abandono de Jesús?
Sí.

¿En qué momento?
Después de la Consagración.

¿Hasta qué momento?
Suele ser hasta la Comunión.

Vd. ha dicho que le avergüenza decir: «Busqué quien me consolase y no lo hallé». ¿Por qué?
Porque nuestro sufrimiento, de verdaderos culpables, no es nada en comparación del de Jesús.

¿Ante quién siente vergüenza?
Ante Dios y mi conciencia.

Los Ángeles del Señor ¿lo reconfortan en el Altar en el que se inmola Vd.?
Pues... no lo siento.

Si el consuelo no llega hasta su alma durante el Santo Sacrificio y Vd. sufre, como Jesús, el abandono total, nuestra presencia no sirve de nada.
La utilidad es para vosotros. ¿Acaso fue inútil la presencia de la Virgen Dolorosa, de San Juan y de las piadosas mujeres a los pies de Jesús agonizante?

¿Qué es la sagrada Comunión?
Es toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo. Pídele a Jesús que se deje sentir sensiblemente.

Cuando viene Jesús, ¿visita solamente el alma?
El ser entero.

¿Qué hace Jesús en la Comunión?
Se deleita en su creatura.

Cuando se une a Jesús en la Santa Comunión, ¿qué quiere que le pidamos al Señor por Vd.?
Que sea otro Jesús, todo Jesús y siempre Jesús.

¿Sufre Vd. también en la Comunión?
Es el punto culminante.

Después de la Comunión, ¿continúan sus sufrimientos?
Sí, pero son sufrimientos de amor.

¿A quién se dirigió la última mirada de Jesús agonizante?
A su Madre.

Y Vd., ¿a quién mira?
A mis hermanos de exilio.

¿Muere Vd. en la Santa Misa?
Místicamente, en la Sagrada Comunión.

¿Es por exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.

Si Vd. muere en la Comunión ¿ya no está en el Altar? ¿Por qué?
Jesús muerto, seguía estando en el Calvario.

Padre, Vd. a dicho que la víctima muere en la Comunión. ¿Lo ponen a Vd. en los brazos de Nuestra Señora?
En los de San Francisco.

Padre, ¿Jesús desclava los brazos de la Cruz para descansar en Vd.?
¡Soy yo quien descansa en El!

¿Cuánto ama a Jesús?
Mi deseo es infinito, pero la verdad es que, por desgracia, tengo que decir que nada, y me da mucha pena.

Padre, ¿por qué llora Vd. al pronunciar la última frase del Evangelio de San Juan: «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad»?
¿Te parece poco? Si los Apóstoles, con sus ojos de carne, han visto esa gloria, ¿cómo será la que veremos en el Hijo de Dios, en Jesús, cuando se manifieste en el Cielo?

¿Qué unión tendremos entonces con Jesús?
La Eucaristía nos da una idea.

¿Asiste la Santísima Virgen a su Misa?
¿Crees que la Mamá no se interesa por su hijo?

¿Y los ángeles?
En multitudes.

¿Qué hacen?
Adoran y aman.

Padre, ¿quién está más cerca de su Altar?
Todo el Paraíso.

¿Le gustaría decir más de una Misa cada día?
Si yo pudiese, no querría bajar nunca del Altar.

Me ha dicho que Vd. trae consigo su propio Altar...
Sí, porque se realizan estas palabras del Apóstol: «Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (Gal. 6, 17), «estoy crucificado con Cristo» (Gal. 2, 19) y «castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (I Cor. 9, 27).

¡En ese caso, no me equivoco cuando digo que estoy viendo a Jesús Crucificado!
(No contesta).

Padre, ¿se acuerda Vd. de mí durante la Santa Misa?
Durante toda la Misa, desde el principio al fin, me acuerdo de tí.

La Misa del Padre Pío en sus primeros años duraba más de dos horas. Siempre fue un éxtasis de amor y de dolor. Su rostro se veía enteramente concentrado en Dios y lleno de lágrimas. Un día, al confesarme, le pregunté sobre este gran misterio:

Padre, quiero hacerle una pregunta.
Dime, hijo.

Padre, quisiera preguntarle qué es la Misa.
¿Por qué me preguntas eso?

Para oírla mejor, Padre.
Hijo, te puedo decir lo que es mi Misa.

Pues eso es lo que quiero saber, Padre.
Hijo mío, estamos siempre en la cruz y la Misa es una continua agonía.
 
fuente: statveritas.com.ar